En el día de la raza

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Podía ser una tierra encantada
o el mundo que ningún occidental hubiera imaginado.

La vegetación arrullaba el aire
a través de las miles de aves
que cantaban en coro:
Al jaguar,
y a los hombres de la flecha y el arco.
Así la naturaleza con su olor a tierra virgen,
adormecía la imaginación
en el espejismo de una realidad imponente.

Podía ser la India
o el país de las especias.
Podía ser un continente en la mitad del camino
rodeado por el mar en el tiempo sin tiempo;
o podía ser la quimera que todos buscaban
en los barcos andariegos,
descubierta por el español de la espada y el fuego.
Ese era Cristóbal Colón,
que al acecho divino,
creyó estar en un paraíso en medio del océano.
Almirante por fortuna en las tierras supuestas,
ofreció el espectáculo de las armas que escupían fuego,
y el de una religión encadenada a una cruz,
a aquellos indígenas que nunca habían visto esto.

Despreocupada,
se descubrió a Vespucio,
la América con sus partos recientes,
y le mostró los ríos que bañaban su cuerpo verdoso.
Manó a los conquistadores
especies animales y frutos desconocidos
que colmaron la visión de los caminantes raudos.
Probablemente los Vikingos horadaron su piel,
para que el rasguño apenas perceptible,
volara en las ventiscas de las nieves perpetuas,
sobre la majestuosidad de la hembra
que no entregó su cuerpo
a los navegantes perdidos en los mares brumosos,
colonizadores de las ásperas costas del Báltico.

Orgullosa surgió América del mar hechizado.
Desplegó sus virtudes en todo el planeta.
Su corazón se metió en los poros terrenos
e hizo de Cervantes,
el quijote del hombre,
en su lucha contra las aspas de los molinos de viento,
que traían el murmullo de Gonzalo Jiménez,
el licenciado de las Leyes de Indias,
conquistador de los Chibchas, herederos del sol.

También el idioma de Shakespeare
se encandiló con las proezas de la nueva madre.
Navegó por las costas del norte.
Esquilmó a los indígenas sus cabelleras hermosas.
El firmamento que vigiló con sus miles de ojos
a la América juguetona y sensual,
dejó secar sus angustias con los paños del cielo
al vaivén de las máquinas y los potros salvajes.
Consumó su amor en los barcos fondeados
venidos de los puertos lejanos del África,
pariendo a los negros que fueron traídos como animales de carga.
Todavía su lamento baila orgulloso
recordando la sangre vertida,
en ésta, su nueva tierra.

Podía ser América un espejismo,

Un espejismo hecho realidad. 

30

No hace mucho los indígenas
la hollaron de civilizaciones
y sus senos llenos de la leche materna,
regaron hasta los confines del mundo:
Las esmeraldas, el oro y muchas riquezas.

Ella estaba ahí con sus hijos
cuidada por el jaguar y el arco.
Jardines flotantes la adornaban.
El aire columpiaba orquídeas y micos.
Aves parlanchinas cantaban en coro
el peligro que acechaba del mar.
Venía de lejos a lomo de caballo.
Traía en sus baúles castigos divinos.
Plagas desconocidas,
enfermedades inciertas,
presagiaban la tempestad que destruiría todo.

Esos vientos acariciaron su cuerpo
y trajeron el mensaje de dioses extraños
que venían en barcas con pólvora y fuego.

Las fauces de los caimanes
mordieron a los dioses del fuego
que cayeron en los brazos del fango;
y entonces supo del crujir de las cadenas
que vadeaban ríos y trepaban montañas.
Eran los conquistadores
que con sus armaduras y sus armas de fuego
desataban tempestades
que cegaban vidas y ocasionaban ruinas.
Sufrió el yugo de los colonizadores
que abrazaron su cuerpo liberto
y ensombrecieron el alma Caribe.
Dejó llorar en su pecho
a los negros traídos como esclavos
que inundaron sus entrañas
a son de bombo y quejido.
A voces de rebeldía
parió hijos creyentes
en un sólo Dios sobrehumano.
El incienso, la cruz y la pólvora,
anegaron de llanto su cuerpo
por el dolor de ver morir a los suyos.
Los hijos nacidos después de la conquista
nunca olvidaron este sorbo amargo,
porque tú, madre tierra,
con mucho cuidado,
guardaste en tú regazo:

El sudor aborigen y esclavo. 

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